ESTAMOS PROGRAMADOS PARA REPETIR LO PEOR DE NUESTRA HISTORIA
El psicoanalista Gustavo Dessal (1952) puede tanto pespuntar ramilletes de relatos (‘Más líbranos del bien’, ‘Principio de incertidumbre’) como escribir junto a Zygmunt Bauman un ensayo sobre los vasos comunicantes entre el psicoanálisis y sociología (‘El retorno del péndulo’). Y más: Dessal ha coordinado, junto a Miriam Chorne, una de las mayores obras críticas del discípulo de Freud, ‘Jaques Lacan, El psicoanálisis y su aporte a la cultura contemporánea’, y articulado distintos ensayos (‘Las ciencias inhumanas’, ‘Inconsciente 3.0’). Recién horneada, ‘El caso Mike’ (Interzona) es la segunda entrega de una trilogía en la que el doctor Palmer, trasunto del propio Dessal, nos propone deambular en la zona limítrofe entre el delirio y la realidad para, desde allí, reparar en los vínculos perversos alentados por una sociedad tecnologizada.
Por mucha tecnología que nos atrape y nos separe de los otros, que nos convierta en asociales, ¿los miedos, los traumas, las heridas o las faltas siguen siendo los mismos que hace varios siglos?
Hace muchos años compartí un seminario con un conjunto de filósofos sobre el tema de la angustia. Ellos sostenían que la angustia es un fenómeno moderno, y se apoyaban en el hecho de que en la historia de la filosofía el término ‘angustia’ es relativamente reciente. Fue apasionante, porque lo que estaba en juego es el corazón de su pregunta: ¿El paradigma histórico determina los síntomas que padecemos, o afecta solo a la forma en que se manifiestan? Yo sostenía en esa ocasión que la angustia es un acontecimiento que no depende de la cultura, ni del entorno. No puedo imaginar que Ulises no la experimentase en algún momento de su epopeya. Otra cosa es cómo se habla de eso, cómo el registro histórico, filosófico, en suma, el discurso, nos deja o no constancia de ciertos fenómenos clínicos. Hay una dimensión de la subjetividad que sin duda cambia con las transformaciones de la cultura. Por ejemplo, el valor de un hijo no es el mismo en la actualidad que en el pasado. Perder un hijo es posiblemente una de las experiencias más traumáticas que podemos imaginar. Pero no siempre ha sido así. La significación de un hijo es incomparable ahora respecto de lo que ocurría en el pasado, incluso de lo que sigue sucediendo en el presente en ciertos contextos culturales y sociales, donde la vida y la muerte forman parte de la vivencia cotidiana y se asume la pérdida de un modo muy distinto a como sucede en otros lugares del mundo. No es lo mismo perder un brazo para un ciudadano de Nueva York que para un campesino de una región africana. Pero hay algo que no cambia: la dimensión de la pérdida es una experiencia universal. Aquello que se pierde puede ser variable, como aquel rey de la Edad Media cuya madre había sido secuestrada por sus enemigos y no aceptó la oferta de canjearla por su caballo. Prefirió su caballo en lugar de su madre. Eso puede tener muchas lecturas, sin duda, pero lo importante es que hay una estructura libidinal que da sentido al mundo de cada uno y a lo que configura su campo narcisista. La mayoría de los asuntos humanos son inalterables al paso del tiempo. El psicoanálisis estudia, entre otras cosas, cómo la experiencia de la sexualidad posee una dimensión traumática que no se resuelve ni con la información educativa, ni con las aplicaciones de citas. Las tecnologías de la comunicación han modificado profundamente las modalidades del lazo social. Pero con independencia de que antes la gente se conocía más en una discoteca, y ahora por Tinder, las desventuras, los desencuentros, el malentendido del amor… siguen vigentes.
En múltiples ocasiones ha tratado en sus reflexiones desde el psicoanálisis el asunto del tatuaje y el ser humano. ¿Qué nos dice de una persona alguien que se tatúa?
El tatuaje, la escarificación y las perforaciones existen desde hace miles de años. El ser humano es el único animal que marca su propio cuerpo, convirtiéndolo en una superficie sobre la que inscribe una suerte de misteriosa escritura. Una prueba más de que como humanos nos distinguimos porque nuestro hábitat es el lenguaje y no un entorno natural. Esta es una de las razones por las que somos una especie destructiva: entre nosotros y el mundo natural hay un profundo abismo que nos ha permitido transformarlo y a la vez empujarlo hacia la extinción. Marcar el cuerpo puede tener un sentido ritual, como es el caso de la circuncisión. Una marca que otorga un principio de pertenencia y de identidad. No entro a valorar esa clase de costumbres, porque desde luego también existe el ritual de la ablación que, con independencia de su enraizamiento cultural en ciertas regiones, constituye una práctica aberrante que debe combatirse. Pero no creo en el valor inalterable de las costumbres. Sin embargo, en los últimos años, el tatuaje se ha convertido en algo distinto: un acto puramente individual que no está sustentado en el discurso simbólico de una comunidad. Puede cumplir una función erótica, o servir como testimonio de un acontecimiento que el sujeto no puede procesar mediante otros mecanismos y del que deja una constancia inconsciente, en el sentido de que en el fondo no sabe cuál es la causa que lo ha llevado a grabar algo en la superficie de su cuerpo, ni lo que en verdad eso significa. Hay casos más extremos en los que algunos convierten su cuerpo en un campo de experimentación, de exposición artística, o de construcción delirante de una nueva identidad, como los ejemplos de quienes se tatúan prácticamente la superficie completa de su cuerpo; una prótesis imaginaria que les sirve para enfrentarse al mundo. Todos los días alguno bate el récord, y es interesante cómo el discurso contemporáneo permite que esas personas encuentren, no solo una repercusión mediática, sino incluirse en el mundo. Antes habrían acabado encerrados en un psiquiátrico, mientras que hoy tienen cabida en la vida moderna, no porque nos hayamos vuelto más considerados y tolerantes, sino porque el mundo en general ha ido adoptando una configuración delirante.
El psicoanálisis ¿tiene más de poesía o indagación?
Ambas. Es poesía porque el ser humano es, por encima de todo, un ente poético. De hecho, la cualidad poética de una persona no radica en que sea capaz de escribir versos sino que tiene un sentido mucho más profundo, ya que la especificidad de la condición humana consiste en habitar un universo ficcional. Cuando escucho a un paciente, incluso a alguien cuya vida no ha pasado por ninguna vicisitud excepcional, mi trabajo consiste en ayudarlo a descifrar en sus palabras el poema escondido, aquel que ha dado sentido inconsciente a su existencia y que condiciona cada una de sus acciones. La historia de una vida se resume en un breve poema que se escribe más allá de las intenciones del sujeto. A eso los psicoanalistas lo llamamos ‘inconsciente’. Descifrarlo requiere de una labor de indagación muy esforzada, la fuerza de un deseo para acometer esa tarea, y esa es la única condición que se exige para que alguien emprenda un proceso analítico.
¿Cómo se detectan «los límites de lo irreparable»?
Prefiero hablar de eso en otros términos: lo incurable. Es un concepto fundamental, directamente vinculado a la ética del psicoanálisis, lo que distingue la experiencia analítica de cualquier otra modalidad terapéutica. Sin duda, lo que el psicoanálisis procura es aliviar el sufrimiento psíquico. Pero al mismo tiempo la idea de curación es algo muy delicado. ¿Qué es lo que hay que curar? ¿Quién decide eso? ¿Existe un criterio externo a partir del cual se juzga lo que debería eliminarse? Aquí es donde el acto clínico se demuestra inseparable de una posición ética: no existe una definición del bien, ni de la norma. Por lo tanto, es el sujeto mismo quien deberá asumir la responsabilidad de cernir y elaborar aquello que se ha instalado en su vida como fuente de mortificación. Una de las mayores dificultades del proceso analítico consiste en que aquello que nos hace sufrir está, al mismo tiempo, conectado con una verdad que forma parte de nosotros mismos, ligada a nuestra singularidad histórica y subjetiva. Es una tarea muy sutil la de separar al sujeto de su sufrimiento, y al mismo tiempo conservar las marcas que son parte de su patrimonio. Si alguien está deprimido, el abordaje no consiste en arrancarlo de su tristeza por las buenas. En esa tristeza puede anidar un capítulo fundamental del libro de su vida, y por lo tanto recorrer esas páginas, asumir su lectura, significa respetar también el dolor, no precipitarse a extirparlo. Claro que nos interesa que el deprimido deje de estarlo, pero para lograrlo debe conquistar un saber sobre la causa, porque sin esa elaboración de saber el resultado es simplemente un efecto vacío, que puede responder a la sugestión, pero del que nada se obtiene a largo plazo. Ese camino habrá de conducir a una conclusión que responde a su pregunta: el final de la experiencia de un psicoanálisis se construye en torno al reconocimiento de lo incurable. Eso se traduce, no obstante, en que aquello que sedimenta como resto sintomático que ya no puede deshacerse habrá de encontrar un destino que lo vuelva compatible con la existencia. Se puede convivir de otro modo con aquello que admitimos como incurable, y es una opción más digna que el empeño de otras modalidades terapéuticas, que procuran adaptar al sujeto a una forma modélica de curación y que en ocasiones pueden llegar incluso a la crueldad, como se observa en algunos tratamientos de las psicosis o de los trastornos anoréxicos, donde todavía se practican intervenciones sobre la conducta que pueden alcanzar los límites del sadismo encubierto.
«A veces, la ciencia moderna es una forma disimulada de superstición». ¿Hay alguna superstición beneficiosa o no conviene «confundir lo bueno con el bien»?
Hace unos años publiqué Las ciencias inhumanas, un libro con un buen número de textos de varios autores sobre la función contemporánea de la ciencia y su incidencia en la subjetividad. Se apoya en una tesis muy sencilla: la ciencia ha ocupado en el discurso social el lugar que le había sido otorgado a Dios durante milenios. La palabra adquirió un prestigio sagrado, al punto de que cualquier cosa bajo del epígrafe de «científico» es automáticamente validado por la opinión pública. No hay nada sorprendente en eso, puesto que la ciencia misma se sustenta en un acto de fe. Cuando Galileo afirmó que la naturaleza es pura escritura matemática, partió de una creencia que no podía demostrarse de inmediato. Primero fue la fe, y luego la verificación. Así sucedieron las cosas, y la ciencia heredó la fe que antes era patrimonio exclusivo de Dios. ¿Qué vemos en la actualidad? El amanecer de un nuevo Dios universal, el Dios de la técnica, cuyo valor de verdad se basa en los efectos empíricos que se traducen en lo real. La técnica oficia el milagro cotidiano de presidir cada una de nuestras acciones. El gran ojo de la técnica nos mira, nos vigila, y su saber omnisciente se expande como la gran religión universal. La fe contemporánea consiste en la absoluta convicción de que la técnica podrá resolverlo todo, y que a ella debemos encomendarnos. Es una forma de superstición. Por supuesto que sus beneficios son absolutamente indiscutibles, pero el problema comienza cuando se desconocen sus límites. Desde luego que hay supersticiones que son beneficiosas a título individual. Nadie puede soportar la vida sin la mediación de alguna clase de creencia a la que se entrega. Ser vegano es una superstición, como lo es creer en el matrimonio, en la música, o en la patria. Es bueno para quien profesa esa fe, porque proporciona una orientación, una suerte de brújula que nos ayuda a vivir. No hay nada que objetar a eso, siempre y cuando se trate de una superstición que no se pretenda convertir en un bien. Lo que es bueno para uno, no lo convierte necesariamente en un bien para todos en un ideal normativo.
¿Cómo es posible que después de siglos sigamos sujetos a lo que usted refiere como «esa suerte de tropismo letal que nos empuja una y otra vez a lo que más deberíamos de evitar»? El doctor Tom Palmer asegura, de hecho, que jamás se ha visto que los individuos, los grupos, las naciones sean capaces de aprovechar la experiencia para avanzar». ¿Es torpeza, impericia, condena?
Es el descubrimiento más importante que el psicoanálisis ha hecho. Habitualmente se lo asocia con sus estudios sobre la vida sexual, en la que sin duda ha abierto una perspectiva que cambió la historia del mundo, y por supuesto el concepto de inconsciente, la comprobación de que la mayor parte de nuestra vida está fuera del alcance de los propósitos de la conciencia. Son verdades finalmente aceptadas que han transformado nuestro conocimiento del ser humano. Solo la necedad o la mala fe pueden cuestionar estas cosas que ya forman parte del saber de la humanidad. Hoy en día cualquier persona sabe qué es un acto fallido, que eso tiene un sentido, que no es un error del cerebro. Pero lo que aún despierta una terrible resistencia es admitir que, efectivamente, el ser humano no extrae la más mínima consecuencia de lo que experimenta. Repite una y otra vez aquello que actúa en contra de sus propios intereses, tanto individual como colectivamente. No cesa de elegir lo que acabará por hacerle daño; o la sociedad que escoge al líder que la conducirá hacia la perdición. La política está regida por ese principio. ¿Podíamos haber imaginado el retorno del nazismo o del franquismo? Sin duda su reedición no es idéntica, pero en el fondo manifiesta la insistencia del mal que es consustancial a la especie humana. Lo que no se le ha perdonado a Freud es que nos revelase que la satisfacción más profunda que buscamos es una que no se rige por el principio del placer. En el medio de toda la gran tontería sobre la felicidad, el mindfulness y la autorealización, lo que vemos es que estamos programados para repetir lo peor. Lo estamos viendo en esta pandemia: la exaltación colectiva de la muerte disfrazada del «derecho a la libertad». Freud llamó a eso ‘pulsión de muerte’, y es lo que nos encamina hacia la extinción. Pero también reconoció que esa pulsión tiene su antagonista: Eros. No es solo una dialéctica poética. El mundo funciona de esa manera, como una tensión en la que por momentos una fuerza se impone sobre la otra. La pasión del odio es en la actualidad algo que circula a gran velocidad. No es algo nuevo, simplemente las redes de comunicación social han viralizado esa tendencia. Pero por fortuna seguimos contando con el amor. Es un dios pequeño, pero en ocasiones lo suficientemente poderoso como para frenar o al menos demorar la pendiente trágica del ser humano.
Y si «el enemigo es siempre uno mismo», ¿también uno es su propio custodio?
Desde luego. No lo podemos afirmar de todas las personas, pero también existe el deseo de vivir. Ese deseo es lo que nos permite sobreponernos a las adversidades de la vida. Sobrevivir a lo peor depende de muchos factores, y soy totalmente contrario a la idea de que, por ejemplo, del cáncer se sale a fuerza de «luchar». Pero el deseo de vivir puede ser decisivo en muchas ocasiones. Claro que una actitud valerosa contribuye a atravesar mejor los infortunios. Pero debido a su profundo conocimiento de la naturaleza humana, el psicoanálisis no se fía del todo del «custodio» que hay en cada uno, porque en cuanto nos damos la vuelta un momento puede traicionarnos.
En el contexto tecnológico actual, ¿cómo es posible que estemos tan tranquilos en un mundo en el que se podría comprar información digital para hacer colapsar todo un país?
Existe un desconocimiento general de lo que ocurre detrás de la escena del mundo en el que nos movemos. La versión moderna de la caverna de Platón se ha materializado en esta era del entretenimiento, en la que vivimos en el interior de un videojuego que no cesa ni cuando nos vamos a dormir. Escribir mi última novela me obligó a documentarme en las nuevas tecnologías. Comprendí que no tenemos ni idea que cómo funciona todo eso. Mi asombro y mi entusiasmo me llevaron a convertir esa investigación en otro libro: Inconsciente 3.0, que vio la luz antes que la novela. Un ejemplo muy sencillo de nuestra ignorancia: el botón like. La mayoría de la gente (y yo formaba parte hasta hace muy poco) cree que simplemente se trata de dejar la huella de una aprobación. Pero cada vez que damos a un like se desencadena un proceso algorítmico extraordinario que detecta, procesa y almacena una cantidad fabulosa de información utilizada para construir un perfil cada vez más refinado de los usuarios. Ponga cualquier palabra en un buscador, y a los pocos segundos en las sucesivas páginas que visite verá aparecer anuncios personalizados, que han sido escogidos siguiendo las huellas que usted va dejando mientras navega. ¿Por qué estamos tan tranquilos? Porque las tecnologías están diseñadas para ofrecer un servicio sumamente satisfactorio, indiscutiblemente útil, manteniendo en la más absoluta oscuridad lo que las empresas obtienen a cambio: nada más ni nada menos que su vida. No es un pacto fáustico. Al convertir nuestra existencia en algo público y transparente, una transparencia de la que somos totalmente cómplices, estamos entregando algo muy valioso. Lo preocupante es que el sentido y el valor de lo íntimo va desvaneciéndose. La gente quiere ser vista, y expone graciosamente lo más propio. El exhibicionismo generalizado es uno de los logros más asombrosos del capitalismo actual. No es necesario obligar a nadie a revelar sus secretos. Hemos sido «entrenados» para prestarnos alegremente a esa servidumbre voluntaria de la que hablaba La Boétie.
Da la sensación de que en ese campo de batalla, el informático, por primera vez en la historia la victoria puede pertenecer a quienes actúan en solitario.
La guerra informática es desde hace unos años un campo de estudio y experimentación militar. Los ordenadores son armas tan poderosas como los misiles. Se puede derrotar a una nación sin derramar una gota de sangre, con tan solo paralizar por completo su funcionamiento que depende casi totalmente de los sistemas computacionales. Interrumpir durante 24 horas la conexión a internet de una ciudad, por ejemplo, puede crear una tragedia incalculable. Pero lo más increíble es que en esa lucha pueda introducirse un atacante solitario, que no está respaldado por un gobierno o un organismo. Sucede todos los días, solo que en la mayoría de los casos es algo que no se da a conocer. Un cibercriminal de 15 años puede burlar todos los sistemas y entrar en la base de datos de las Naciones Unidas o la Bolsa de Nueva York. Los sistemas de defensa son cada vez más sofisticados, pero a la vez aumentan las capacidades de esos sujetos para romperlos. Existe también una guerra en pequeña escala, con centenares de casos cotidianos. El «secuestro» de datos esenciales para el funcionamiento de una compañía y el precio de rescate que se paga para recuperarlos es algo común. Esos hechos no suelen ver la luz pública, salvo cuando hay una filtración, o los efectos actúan en los ciudadanos, como ha ocurrido recientemente con el hackeo de la información sobre los ERTE que inhabilitó durante unos días las tramitaciones.
Esta sociedad, ¿es más propicia que otras a perder la cabeza?
Cada período histórico ha conocido su propia forma de locura. Pero la diferencia es que en la actualidad la paranoia no es una circunstancia. Se trata de otra cosa, de la locura como la lógica del discurso hegemónico que nos domina. Porque no es caos o puro disparate: posee un rigor específico tan preciso que, por ese motivo, la psicosis sintoniza tan bien con la matematización de la vida. ¿Qué es el delirio? Una estructura narrativa que se caracteriza por establecer conexiones en red y extraer conclusiones muy precisas a gran velocidad. Existe una semejanza que no es puramente fenomenológica entre el hipertexto y la expansión de un delirio. Ambos se basan fundamentalmente en el establecimiento de conexiones favorecidas por significantes claves que determinan las combinatorias de datos.o sabemos muy bien qué es la verdad, y la expansión de lo ‘fake’ no es más que la explotación perversa de la dificultad por cernir la verdad»
¿Merece la pena vivir en el mundo en el que la verdad «no cuenta para nada»?
Durante siglos hemos sostenido un respeto sagrado hacia la verdad, porque era muy sencillo: la verdad era una sola, y su fuente estaba en la palabra divina. Con el paso de los siglos, la cosa se complicó, y allí tenemos toda la historia de la filosofía intentando responder a la pregunta por la verdad. ¿Hay una? ¿Es relativa o absoluta? ¿Cómo se la reconoce? El psicoanálisis introdujo su propia subversión al respecto. Lo verdadero no se confunde con lo fáctico. Hoy ya no sabemos muy bien qué es la verdad, y la expansión de lo fake que tanto nos escandaliza (justificadamente) no es más que la explotación perversa de la dificultad por cernir la verdad. ¿Es falso lo que denuncia Mike, el protagonista de mi novela? Me ha parecido interesante que un sujeto delirante encarne la voz de la verdad. La verdad no cuenta ya para nada, pero las consecuencias de eso sí que tienen un efecto que no podemos desconocer, a menos que adoptemos una posición cínica. Apostar por la vida es un llamado ético. No hay ninguna razón objetiva que lo justifique. Se trata sencillamente de una elección.
Hay ocasiones en las que las circunstancias inducen a uno a dimitir de la vida. ¿De qué depende que uno lo haga o no?
La vida es un concepto muy interesante que ahora se renueva a partir del debate sobre la eutanasia. Los seres humanos no nos limitamos a funcionar como organismos vivos que se esfuerzan en la supervivencia. Sobran las pruebas de que, como especie, no tenemos un gran interés por protegernos. El sujeto humano necesita algo más para vivir que su pura facticidad biológica. Depende de algo que llamamos ‘el sentimiento de la vida’, una función que se instala muy primariamente en el sujeto y que establece una alianza originaria entre el ser y el deseo de vivir. Lo podemos observar desde el primer minuto en que nace un bebé. Podemos reconocer los primeros signos muy rápidamente. Es tal vez el mayor misterio que el psicoanálisis aborda, puesto que no tenemos una glosa muy consistente para explicarlo. Para comprenderlo es necesario remontaros al deseo que lo ha precedido, puesto que no es indiferente ser deseado que no serlo, aunque tampoco es un condicionamiento absoluto. Pero hay una elección muy temprana, una elección que no podemos localizar en el tiempo, que no responde a la intención o la voluntad de un yo consciente. Pero eso se produce. O no se produce, y lo que entonces predomina es el dolor de existir. Ese dolor puede ser sordo y acompañar al sujeto toda su vida, sin necesariamente volverla imposible, aunque desde luego bastante difícil. En los casos extremos, el dolor de existir llega a alcanzar una intensidad insoportable.
Ha escuchado cientos de historias sorprendentes en terapia. ¿Cómo saber que una, que ésta, la de Mike, o la de Anne anteriormente, merece ser contada?
Nunca he utilizado la historia de uno de mis pacientes para llevarla a la ficción. El caso Anne estuvo inspirado en una vida real, pero la tomé prestada de un colega que me autorizó a llevarla a la ficción. El caso Mike, por el contrario, es un personaje salido totalmente de mi imaginación. Por supuesto, la innumerable cantidad de historias que he escuchado a lo largo de mis años como psicoanalista juegan un cierto papel en el proceso creativo. Es inevitable que Mike esté fabricado con elementos que provienen de lo que me han enseñado los psicóticos de toda clase. La novela le debe mucho a tantas personas que me han confiado los secretos de su vida. Ellas son las que merecen mi mayor gratitud, porque sin esos relatos mi imaginación no habría bastado.
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