Libro Rojo, de Carl G. Jung:
«Capitán, el chico está preocupado y muy agitado debido a la cuarentena que nos han impuesto en el puerto”
“Que te inquieta chico? ¿No tienes bastante comida? ¿No duermes bastante?”
“No es eso, capitán, no soporto no poder bajar a tierra y no poder abrazar a mi familia”.
“¿Y si te dejaran bajar y estuvieras contagioso, soportarías la culpa de infectar a alguien que no puede aguantar la enfermedad?”
“No me lo perdonaría nunca, aunque para mí esta peste es un invento»
“Puede ser. ¿Pero si no fuese así?”
“Entiendo lo que usted quiere decir, pero me siento privado de la libertad capitán, me han privado de algo”
“Y tu prívate todavía de algo más»
“¿Me está tomando el pelo?”
“En absoluto. Si te privas de algo sin responder de manera adecuada, estás derrotado»
“Entonces, según usted si me quitan algo, ¿para vencer debo quitarme alguna cosa más por mí mismo?”
“Así es. Lo hice en la cuarentena hace 7 años.”
“Y qué es lo que os quitaste?”
“Tenía que esperar más de 20 días sobre el barco. Hacía meses que esperaba llegar al puerto y gozar de la primavera en tierra.
Hubo una epidemia. En Port April nos vetaron de bajar. Los primeros días fueron duros. Me sentía como vosotros. Luego empecé a contestar a aquellas imposiciones utilizando otra lógica. Sabía que tras 21 días de un comportamiento se crea una costumbre y, en vez de lamentarme y crear costumbres desastrosas, empecé a portarme de manera diferente a todos los demás. Empecé a reflexionar sobre cuántos tienen muchas privaciones cada día de su miserable vida y luego, tratando de entrar en la óptica justa, decidí vencer. Empecé con el alimento. Me impuse comer la mitad de cuanto comía habitualmente. Luego empecé a seleccionar los alimentos más digeribles, para que no se sobrecargase mi cuerpo. Pasé a nutrirme de alimentos que, por tradición, habían mantenido al hombre en salud.
El paso siguiente fue sumar a esto una depuración de pensamientos malsanos y tener cada vez más pensamientos elevados y nobles. Me impuse leer al menos una página cada día de un tema que no conocía. Me impuse hacer ejercicios sobre el puente del barco. Un viejo hindú me había dicho, años antes, que el cuerpo se potenciaba reteniendo el aliento. Me impuse hacer profundas respiraciones completas cada mañana. Creo que mis pulmones nunca habían llegado a tal capacidad y fuerza. La tarde era la hora de las oraciones, la hora de dar las gracias a una entidad superior por no haberme dado el destino privaciones serias durante toda mi vida.
El hindú me había aconsejado también de tomar la costumbre de imaginar la luz entrar en mí y hacerme más fuerte. Podía funcionar también para la gente querida que estaba lejos, y así esta práctica también la integré en mi rutina diaria sobre el barco.
En vez de pensar en todo lo que no estaba pudiendo hacer, pensaba en lo que habría de hacer una vez bajado a tierra. Visualizaba las escenas cada día, las vivía intensamente y gozaba de la espera. Todo lo que podemos obtener en seguida, deja de ser interesante. La espera sirve para sublimar el deseo y hacerlo más poderoso. Me había privado de alimentos suculentos, de botellas de ron, y otros alimentos que dañaban mi cuerpo. Me había privado de jugar a las cartas, de dormir mucho, de ociar, de pensar sólo en lo que me habían quitado.
“Cómo acabó capitán?”
“Adquirí todas aquellas costumbres nuevas. Me dejaron bajar después de mucho más tiempo del previsto”.
“Os privaron de la primavera entonces?”
“Sí, aquel año me privaron de la primavera y de muchas cosas más, pero el que había florecido era yo. Me había llevado la primavera dentro, y nunca nadie más habría podido volver a quitármela.»