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Rabia y miel

Por Marcos Díez

Me atraen las voces rotas, las que se quiebran. Musicalmente prefiero a Camarón, rabia y miel, que la perfección vocal del cantante más perfecto. No tengo claro por qué me atraen con tanta fuerza los cantos ásperos, rasgados. Voces como caminos sin asfaltar, voces como la corteza rugosa de los árboles, voces como torrentes turbios.

No me pasa sólo con la música. Prefiero un jardín ligeramente abandonado, donde asoman zarzas y plantas que crecen sin permiso, que un césped impoluto. Prefiero un coche usado, ya sucio y un poco abollado, que uno nuevo. Prefiero un personaje literario a veces miserable y a veces bondadoso que uno que sea únicamente bondadoso. Prefiero la madera desgastada a la que brilla tras una capa reluciente de barniz. Prefiero las camisetas que ya se han amoldado al cuerpo que las recién estrenadas. Prefiero las canas al pelo teñido. Prefiero la arruga al maquillaje. Me hipnotizan más las manos duras de un labrador que las uñas impecables de un oficinista.

¿Por qué me genera rechazo aquello que más reluce, aquello que más se acerca a lo perfecto, y me atraen los arañazos, las fisuras, las cicatrices, el cuerpo sin adornos? Quizás porque nunca he visto verdad en la pureza. Las sombras dan sentido a la luz, lo llenan todo de matices. No es casualidad que el amanecer y el anochecer, allí donde lo claro y lo oscuro se abrazan, sean los momentos más hermosos de un día. Un lugar en el que sólo exista la pura luz tiene que ser, además de irreal, insoportable, como esos días de agosto a las dos de la tarde con el sol aplastándolo todo. Con toda seguridad me gustan las cosas resquebrajadas porque son un espejo más fiel de lo que soy. Y es por ello que las cosas imperfectas me conmueven.